Ocupación o empleo con sentido son exigencias del ser humano para ser feliz; toda persona necesita ocupar su tiempo con una actividad ilusionante que le haga sentir útil a nivel individual y colectivo. Desarrollar las capacidades que tenemos da sentido a nuestras vidas. Frente a esa realidad nos encontramos con un escenario en el que no todas las personas tienen las mismas facilidades para encontrar esa ocupación o empleo que les abra la puerta a tener una buena vida.

A tenor de las estadísticas, en España solo trabaja una de cada cuatro personas con discapacidad, una de cada cinco en el mundo rural. Este dato evidencia el fracaso de la sociedad en su conjunto para garantizar el derecho constitucional al trabajo de todas las personas en condiciones de igualdad. Tal circunstancia disminuye las posibilidades de las personas con discapacidad para tener un proyecto de vida propio, quedando vulnerado su derecho a la vida independiente.

Las personas con discapacidad son el colectivo con mayor dificultad para acceder al empleo. El 65,4 % de las personas con discapacidad en edad laboral son inactivas, no tienen empleo, ni lo buscan; siendo la tasa de desempleo del 21,4 %, un índice muy alto que, además, se aplica a una bajísima tasa de actividad, quedando acreditado por tanto que se trata de un problema estructural que supone que una de cada tres personas con discapacidad esté en riesgo de pobreza y/o exclusión. Son datos terribles que describen la situación extrema en la que se encuentra la población con discapacidad en este ámbito tan relevante para el bienestar de las personas.

Esta situación se da en un marco laboral en el que solo el 11% de las contrataciones con discapacidad se producen en el sector industrial, siendo mayoritarias las contrataciones en el sector servicios con un 78,21%. Por ende, no se trata solo de emprender para generar empleo: hay que planificar el emprendimiento; el volumen de actividad generado por actividades del sector industrial, por recomendación de la Unión Europea, debe representar entre un 20% y un 30% respecto del total del Producto Interior Bruto (PIB).

Esta realidad viene provocada por la baja cualificación de la población con discapacidad. Según el Servicio Público de Empleo Estatal, las personas con discapacidad en desempleo de larga duración con estudios primarios o educación secundaria obligatoria constituyen el 75,06% respecto del total, existiendo muchas más posibilidades de empleabilidad para aquellas personas capacitadas mediante estudios de formación profesional, especialmente si se trata de formación dual unido al modelo de formación en alternancia con el empleo.

Es por eso que hay que abordar el empleo como prioritario si se desea trabajar con rigor por el bienestar de las personas con discapacidad, teniendo presente que este reto es inviable sin la formación. En lo relativo a esta cuestión, debemos tener en cuenta tres consideraciones. En primer lugar, es importante que para estas personas se desarrollen especialidades formativas y certificados de profesionalidad adaptados a sus necesidades personales, en duración y contenido, especialmente si hablamos de discapacidad intelectual. En segundo lugar, es determinante que la financiación sea pública y que se lleve a cabo mediante convocatorias específicas para personas con discapacidad. Por último, se debe desarrollar la implementación de certificados de nivel 1 en familias profesionales estratégicas (con alto valor añadido), indispensables para la inclusión en la formación profesional para el empleo de las personas con discapacidad que no tienen la cualificación académica necesaria para acceder a certificados de nivel 2.

La Constitución española protege el trabajo como un derecho fundamental, garantizando igualdad de oportunidades y remuneración justa para todos. Los poderes públicos y la sociedad en su conjunto son corresponsables de la promoción activa de ese derecho, cuya puerta de acceso está en la formación.

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