Me presento y dirijo a todo aquel que sienta inquietud por leer y saber sobre la época de los años 1930. Con mi historia quiero trasmitir una pincelada de cómo la viví. Soy Emiliano Romero Jurado; nací en Santa Eufemia un día 4 de marzo del año 1924, hijo de Teresa y Emiliano, y hermano de Trinidad. A mis 99 años, sigo en mi pueblo natal siendo la persona más longeva de él. Mi educación fue la de una familia humilde; vi cómo mis padres se ganaban y buscaban la vida: mi padre compraba y vendía grano, mi madre lo hacía con huevos y animales que se cazaban en el campo. La situación económica no era buena, pero éramos felices. Recuerdo momentos muy gratos de la escuela, instalada en la parte superior del ayuntamiento y como algo normal de la época estaba dividida en dos partes, una para las niñas y otra para los niños; ahí fue donde en el año 1930 con seis años inicié mis estudios, con añoranza recuerdo a mis maestros D. Rafael Oniveros y a D. Santiago Daza. Me centré en mis estudios, me gustaba mucho aprender y le dedicaba más tiempo a la lectura que al juego. Mi pasión duró poco, solo seis años; el motivo por el que tuve que abandonar la escuela fue el estallido de la guerra civil española el 18 de julio de 1936.

De la noche a la mañana cambiaron los proyectos de una nación, podéis imaginar lo duro que fue vivir, cuando solo se pensaba en sacar fuerzas para sobrevivir. A mis 13 años arranqué a trabajar en un economato, “El Charles”. A los 15 años cambié de trabajo y sin conocimiento alguno trabajé en labores de campo, con ayuda y asesoramiento escaso. La situación que vivíamos no era fácil, mi padre tenía una incapacidad y mi tío estuvo preso por la envidia y calumnia de aquella época. Me gustaría hacer referencia a la finca de “Valle Hermoso”, allí trabajé con vecinos del pueblo y fue donde adquirí mayor capacidad en mi trabajo. Era duro… pero me adapté pronto. No todo era malo. En el año 1945 comencé a hablar con una preciosa mujer llamada Valeriana; nuestros encuentros no eran continuos ya que tenía que trabajar de sol a sol, siendo ella quien desde su ventana tenía muy presente mis horarios para vernos cuando yo iba de camino con mis animales para el campo. Tras seis años de noviazgo y de mutuo acuerdo el 6 de octubre del año 1950 me casé con el amor de mi vida, convirtiéndose en mi amada esposa.  En el año 1951 nació nuestro primer hijo, Miguel. En el año 1952, al llegar el “Plan Marshall”, la situación mejoró para los que estaban bien económicamente, ya que podían comprar los productos llegados de América; para los menos adinerados fue época de inmigración, teniendo por destino Barcelona, País Vasco y Madrid, aunque nosotros decidimos quedarnos en nuestra tierra natal. Con nuestros dos hijos Miguel y Elías nuestras vidas se desarrollaban entre la crianza y la educación de principios y valores, les inculqué uno de mis hobbies favoritos, la lectura, que a pesar de la escasez, en mi casa nunca les faltó un libro para leer.

Viví los fallecimientos de nuestros padres, sus herencias y la construcción de una vida bajo unos cimientos fundamentales: el esfuerzo, la valentía y el respeto. En el año 1977 una espondiloartrosis con discopatía se adueñó de mí, haciendo que mi situación laboral y emocional cambiara. Fueron años de ida y venida entre médicos y tribunales; vivimos con la cuantía del 55% de una ayuda hasta llegar a mi jubilación.

Los casamientos de mis hijos, la llegada de mis nietos y la unión familiar han sido mis alicientes para aumentar la felicidad y la paz.

La vida continúa avanzando, nos hacemos mayores, todo va en armonía sin dejar de estar presentes las enfermedades, pero también hacíamos algún que otro viaje, teníamos reuniones en familia, cosas sencillas que llenaban nuestras vidas. Con 80 años la demencia hizo acopio de mi esposa; durante varios años llevamos una vida relativamente normal, pero su salud fue deteriorándose. Ahí fue cuando pedimos apoyo social y afortunadamente le concedieron la Ley de Dependencia. Sentimos un gran respiro y apoyo. Desde ese momento recibimos y fuimos acompañados por el SAD de Fundación PRODE aliviando los intensos cuidados. Me halaga decir que estuve con mi esposa hasta el final de su último aliento. No he tenido una vida fácil, pero nada comparado con la pérdida de mi amada esposa. Con mis 99 años no he aprendido a vivir sin su recuerdo, ocupo mis días leyendo, haciendo poesía a mi familia y, de nuevo, el SAD de Fundación PRODE vuelve a estar presente en mi vida y en mi hogar; ahora soy yo quien recibe sus cuidados y amables atenciones, siendo un honor volver a sentirme acompañado. Por ello, doy las gracias por su labor y buen hacer con las personas.

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