Inicios del año 2020. La humanidad entera, sin tiempo para asimilar qué está sucediendo, observa aturdida cómo recorre el planeta una enfermedad inédita y tremendamente contagiosa, cuyo nombre es más propio de un espía: SARS-CoV-2 (o COVID-19)

La epidemia se acaba transformando en pandemia y se expande veloz desde oriente hasta occidente, tal como lo hace el sol en su incuestionable y segura trayectoria. Pero este movimiento expansivo de la enfermedad tiene muy poco de predecible. Todo lo contrario: a su paso, el COVID-19 va sembrando incertidumbre y obliga a desechar gran parte de los esquemas vigentes hasta ese momento.

La crisis del coronavirus parece habernos recordado que lo imprevisible también puede ocurrir, y que cuando sucede, las personas en situación de vulnerabilidad son las que más sufren sus consecuencias. También son las primeras en ser expulsadas de la nueva realidad que se cierne.

Ya lo hemos visto, y lo seguiremos viendo. Muchas personas mayores o en situación de dependencia han pagado con su vida las consecuencias de la pandemia. Pero también pequeños empresarios, personas que han perdido su empleo o que ya partían de una situación de pobreza, exclusión o precariedad ven cómo se agrava su situación, sin albergar esperanzas de nuevas oportunidades.

Nadie podía prever la existencia de esta pandemia en sus planes de negocio, en el diseño de las políticas públicas… Todas las previsiones han saltado por los aires y la crisis del COVID-19 ha obligado a reenfocarlo todo a marchas forzadas, improvisando. Pero sí hay otros desafíos planetarios y sistémicos que llevan mucho tiempo llamando a nuestra puerta. Que son conocidos, razonablemente previsibles y con consecuencias más duraderas, quizá irreversibles.

Hace años que la ciencia ha identificado, modelado y elaborado predicciones sobre las consecuencias de grandes retos planetarios e intergeneracionales como el cambio climático o la crisis energética. La conclusión es clara: si no actuamos, nuestro modo de vida quedará maltrecho.

Sin embargo, a pesar de encontrarnos ante un peligro cierto que aún podemos revertir, no actuamos como deberíamos. Somos esclavos de un cortoplacismo que nos coloca unas molestas orejeras que nos impiden divisar el camino (o el precipicio…). Esto es humanamente comprensible. Para contrarrestarlo, hay que hacer un esfuerzo concienzudo de reflexión; algo que en Fundación PRODE llevamos tiempo realizando y que ha cristalizado en la plena asunción de los objetivos de desarrollo sostenible (ODS) de la ONU en su planeamiento estratégico, así como en un Plan de Responsabilidad Social Corporativa (RSC) que abarca los ámbitos ambiental, social, personal, de gobernanza y transparencia. Estamos  convencidos de que, a largo plazo, es la única manera de garantizar un futuro para todas las personas y, sobre todo, para las personas vulnerables, que son las primeras que pagan el precio de una crisis sistémica y que están en el núcleo de nuestra Misión.

No pudimos prever la irrupción del COVID-19, pero otros desafíos globales de mayor calado sí se divisan en el horizonte, cada vez más cercano. La experiencia del coronavirus nos ha enseñado en Fundación PRODE que no hay opción, ni dilación: los grandes desafíos sistémicos y globales son tan serios que exigen actuar desde ya.

Lo que estamos viviendo parece una especie de ensayo o aperitivo de lo que podría ser una gran crisis sistémica global definitiva. ¿Aprovecharemos sus enseñanzas? ¿Habremos comprendido el peligro que supone un desafío planetario que, por su naturaleza, impacta en primer lugar en las personas más vulnerables?

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