¿Incapacitación judicial o apoyos?

Justicia, oportunidades, igualdad, derechos… Términos que se convierten en objetivo e inspiración de la mayor parte de organizaciones del tercer sector al incorporarse a su misión. Y es que es mucho el camino por recorrer para hacer efectivos estos valores cuando se trata de colectivos vulnerables como la discapacidad intelectual.

Ciertamente, en las últimas décadas, han sido muchas las conquistas sociales de movimientos familiares y organizativos que vienen reivindicando la dignidad de las personas. Son evidentes los avances en numerosos ámbitos: laboral, sociosanitario, educativo, en medios de comunicación… siempre de la mano de una legislación cada vez más integradora e inclusiva. Si bien hay un muro que se resiste y que impide a muchas personas con discapacidad disfrutar de su plena ciudadanía. Nos referimos a los procesos de modificación de la capacidad jurídica, a los procesos de incapacitación judicial. Procesos favorecidos por el ordenamiento jurídico actual en nuestro país, que ha entendido históricamente la discapacidad desde un enfoque proteccionista y restrictivo de derechos centrado en las deficiencias de estas personas.

Revertir esta situación ha sido una de las reivindicaciones más visibles de colectivos afectados, aunque los resultados han quedado en quimera. A día de hoy, no existen datos fiables del número de personas sobre las que recae una sentencia de incapacidad; ni siquiera datos aproximados, aunque se barajan cifras de entre 250.000 y 400.000 personas en nuestro país, buena parte de ellas personas con discapacidad intelectual.

Nada de lo anterior es casual. El artículo 200 de nuestro Código Civil dice que “son causas de incapacitación las enfermedades o deficiencias persistentes de carácter físico o psíquico que impidan a la persona gobernarse por sí misma”. En un somero análisis del mismo, detectamos dos aspectos dignos de separar. Por un lado, el meramente diagnóstico referido a enfermedad o deficiencia. Y, por otro, la capacidad de autogobierno de la persona. Tal y como se entiende este artículo, es este segundo aspecto el que aporta más complejidad, pues resulta difícil delimitar la zona de capacidad de cada persona. Si a esto añadimos el enfoque paternalista y centrado en la falta de capacidad del que hablábamos antes, el resultado resulta desolador: en los últimos 25 años, más del 90 por ciento de las sentencias de incapacidad se declaran de forma plena. Es decir, estas sentencias suponen que las personas son inhábiles y carecen de toda capacidad.

La realidad apunta a que cada vez hay más sensibilidad en todo el ámbito jurídico, ciñéndose cada vez más sentencias a aspectos concretos en los que la persona demuestra menos capacidad. Pero para organizaciones como Fundación PRODE, estos datos suponen un escándalo, pues consideramos que no se ajustan a la realidad de las personas. Apostamos por un modelo en el que se sustituya la actual modificación de la capacidad legal por sistemas de apoyo a la toma de decisiones, mucho más acordes a la actual definición de discapacidad intelectual y del paradigma de apoyos. La persona debe ser apoyada por personas de su entorno cercano en decisiones de magnitud que le afecten, por ejemplo de tipo legal o patrimonial, pero conservando su capacidad legal. No es cuestión de benevolencia, ni siquiera de seguridad; es cuestión de derechos. Esta es una asignatura pendiente de nuestro país, que hace más de diez años ratificó la Convención internacional sobre los derechos de las personas con discapacidad.

No obstante, hay que señalar que en los últimos meses ha habido grandes avances. Uno de ellos es la aprobación por parte del Gobierno de un proyecto de ley que pretende proteger la capacidad jurídica de personas con discapacidad y pasar del sistema actual, basado en la sustitución por orden judicial en la toma de decisiones, a otro centrado en respetar su voluntad y que, llegado el caso, se aplique durante el plazo más corto posible y sea revisado periódicamente. Se plantea eliminar términos como incapacitado o incapacitación y sustituir la figura del tutor legal por otras figuras de apoyo y acompañamiento para guiar a la persona en la toma de decisiones siempre atendiendo a su voluntad y deseos. En definitiva, la ley pretende diseñar un traje a medida en función de las necesidades de cada persona.

Motivos para la esperanza.

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