Hasta hace poco tiempo, cualquier organización se podía clasificar –o, más bien, confinar– dentro de una serie de categorías estancas perfectamente delimitadas. Por regla general, una Administración pública, una empresa o una asociación eran entidades con fines, enfoques y recursos muy claramente diferenciados, sin que hubiera mucho margen para la confusión en cuanto a sus roles y funciones.

Sin embargo, hace tiempo que la rigidez de esta tipología ha cedido. En un momento de necesidades crecientes frente a recursos aún más escasos, las organizaciones se han visto obligadas a repensar cómo pueden actuar para seguir cumpliendo sus fines. Han tenido que explorar nuevas fórmulas y nuevos planteamientos, aparentemente ajenos a lo que hasta el momento venían haciendo. Han tenido que aprender unas de otras e intercambiar soluciones y esquemas, superando el corsé de lo que tradicionalmente se suponía que eran y hacían.

 El emprendimiento social constituye uno de los frutos más relevantes de este proceso de transformación y redefinición. Un proceso de innovación social en virtud del cual las entidades del tercer sector han importado la eficiencia, creatividad, flexibilidad y rigor de la empresa, para replicarlos en iniciativas que permiten satisfacer necesidades sociales que no están adecuadamente cubiertas por el mercado o el sector público. El emprendimiento social, asimismo, supone una oportunidad para aumentar la autonomía financiera de las entidades y sentar las bases de su sostenibilidad económica y financiera, a medio y largo plazo. Presenta, por tanto, claras ventajas para quien lo promueve. Pero ¿solo se beneficia la entidad promotora?

Claramente, no. Como cualquier iniciativa económica, el emprendimiento social supone una fuente de generación de empleo y riqueza que impacta en todo el entorno. Las iniciativas empresariales impulsadas por el tercer sector en un ámbito como los centros especiales de empleo redundan en un retorno económico del que se benefician no solo las más de 60.000 personas con discapacidad que trabajan en estos centros, sino todos los agentes económicos: administraciones públicas, proveedores, clientes y sociedad en su conjunto.

Las iniciativas de emprendimiento social suponen lo que se ha venido a denominar cadenas híbridas de valor, en las que se aplican enfoques empresariales a una finalidad social. Por tanto, estas iniciativas nacen para servir a los fines sociales de su promotor, pero también son empresa. La aplicación de esquemas empresariales trae como consecuencia que las iniciativas de economía social constituyan, también, un espacio para la eficiencia y para la generación de experiencias innovadoras que el mercado puede reconocer.

La idea de que desde el ámbito de lo social, a través de iniciativas sin ánimo de lucro, se puede añadir valor, crear riqueza y contribuir al dinamismo económico del conjunto de la sociedad parece haberse reforzado durante los últimos años. Bien por la pura necesidad de generar recursos, o por la evolución del paradigma socio-económico, las iniciativas de economía con fines sociales presentan una evolución creciente.

Asimismo, las iniciativas de emprendimiento por parte del tercer sector contribuyen a la consolidación de la corriente emprendedora que está llamada a transformar y consolidar el tejido económico y a hacerlo más resistente, más dinámico. Suponen, en suma, la constatación de que los valores no están reñidos con la eficiencia y la generación de riqueza y bienestar para toda la sociedad.

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