Los trastornos mentales vienen experimentando una creciente y negativa repercusión en la salud de personas que habitan en regiones, países y sociedades de todo el planeta. Se calcula que en el mundo alrededor de 450 millones de personas sufren cada año enfermedades mentales. Esto significa que al menos una vez en la vida, una de cada cuatro personas desarrollará un problema de salud mental o de conducta. Si en 1.990 se calculó que las condiciones neuropsiquiátricas explicaban el 10% de la discapacidad global, para el año 2.020 se prevé que esta cifra ascienda a un 15%, siendo la depresión por sí sola la segunda causa en el mundo.
Hace más de una década ya se abordó el estado de la cuestión en este boletín, reflexionando más concretamente sobre la situación que viven las personas con alguna enfermedad mental en nuestro país, así como las dificultades que tanto ellas como sus familias están obligadas a sortear en su cotidianeidad. En dicho artículo se advertía de los cambios que trajo consigo el proceso de desinstitucionalización afrontado en España en la década de los ochenta, motivando el paulatino cierre de hospitales y demás instituciones psiquiátricas de carácter cerrado y manicomial y su presunta sustitución por una red de dispositivos sociosanitarios de índole comunitaria con los que dar respuesta a las necesidades y demandas de este colectivo desde una perspectiva más integradora. Aunque ello supuso indudables avances y un verdadero cambio de modelo desde la perspectiva de la atención a la salud y el apoyo sociofamiliar, aún hoy en día se arrastran sustanciales déficits y numerosas lagunas que están condicionando la calidad de vida y los derechos fundamentales de este colectivo (en el que incluimos a sus familias) históricamente discriminado y excluido por las diferentes sociedades.
Para comprender la situación actual, es preciso remontarnos a este proceso de desinstitucionalización que propició un trasvase de la responsabilidad de una parte sustancial de la atención desde el sector sanitario público a otros ámbitos sin una dotación adecuada de recursos, circunstancia que, en gran medida, aún persiste. Quiénes verdaderamente han sobrellevado este peso han sido las familias que, independientemente de los medios con los que han podido contar, no han tenido otra opción que soportar no sólo la responsabilidad del cuidado del enfermo mental que les corresponde sino también hacerse cargo de la parte que las insuficientes estructuras intermedias deberían haber asumido.
Aunque la situación varía en función de cada comunidad autónoma como si de un mosaico se tratara, en líneas generales nuestra sociedad sigue manteniendo una deuda creciente con este colectivo. Son muchas las familias que tienen hipotecada su vida por la falta o insuficiencia de dispositivos tales como unidades hospitalarias, centros de días, talleres, programas de prevención y promoción de la salud y la rehabilitación, comunidades terapéuticas, pisos protegidos o viviendas tuteladas, centros ocupacionales, etc. Por si no fuera poco, la crisis económica que viene afectando a nuestro país ha ahondado en el problema, no sólo por los recortes en el gasto sanitario y social sino también por las dramáticas situaciones que a nivel social han provocado y multiplicado los problemas de salud mental entre la población. Ahora son más las personas que atender con menos recursos.
En definitiva, resulta vital e imprescindible que reduzcamos los problemas de salud mental y, para ello, la promoción y la prevención pueden contribuir considerablemente a esta nueva prioridad del siglo XXI. Pero solo se conseguirá combatir esta creciente problemática si la futura política de salud mental tiene como objetivo la sostenibilidad de distintos organismos y prácticas para la salud mental e, insistir, en que se potencien por igual la prevención y el tratamiento logrando un equilibrio entre ambas estrategias. La solución a este problema no se resolverá sólo con pastillas y mirando hacia otro lado.