Nací en Añora y mi nombre es Rosa. Pero mi vida no siempre fue un camino de rosas. Somos tres hermanos, dos varones y yo, la pequeña. Al principio era la niña de la casa, pero conforme fui creciendo el hecho de ser mujer hacía que lo tuviese que hacer todo en la casa, en aquel entonces estaba mal visto que los hombres hicieran labores del hogar. Desde bien pequeña me mandaba mi madre a limpiar y lavar la ropa. Antes no había lavadoras, se iba a lavar a los pozos que había en el pueblo. Para hacer esa tarea tenías que ir bien temprano, a las 6 de la mañana, para que otras mujeres no te quitaran los sitios buenos y para que diera tiempo de que la ropa se secara. 

Mi hermano mayor empezó a trabajar de electricista, y mi hermano mediano iba a la sierra. Con 15 años empecé a ir con él durante varios años. En la sierra pasábamos fatigas y más con una edad tan temprana pero por otro lado también nos lo pasábamos bien, en general éramos casi todos jóvenes y cuando se terminaba el trabajo se nos quitaba todo el cansancio para ir a cantar y bailar jotas serranas. No os penséis que había orquesta. Algunas personas mayores eran las que tocaban los “instrumentos”: la pandereta, la botella de anís y la sartén con su paleta de hierro de guisar. Y los mozos y las mozas a bailar. Otras noches nos íbamos de ronda a otros cortijos cercanos. Las veredas eran estrechas y no existían linternas, por lo que no se veía nada. Pero si te caías en seguida te levantabas, no te librabas de las risas del resto. Tres años me fui a la campiña a coger algodón, un trabajo también bien duro. Después se fue mi hermano a trabajar a Cataluña y yo me quedé en casa con mis padres.

El último año que fui a la sierra me hice novia del que hoy es mi marido. Estuvimos de novios desde los 18 hasta los 23 años. A pesar de llevar 5 años de novios no estuvimos mucho tiempo juntos ya que pilló por medio la mili de mi marido, un año y medio que estuvo en Melilla y sólo lo vi en el único permiso que tuvo. Poco después de la mili se fue a Tarragona a trabajar y venía una vez al año por navidad. Aunque nos escribíamos mucho, antes no era como ahora, con los móviles se habla y se puede ver casi todos los días.

Yo me casé con 23 años y él con 25. Nos fuimos a vivir a Tarragona, dónde él tenía el trabajo. Allí nació nuestra primera hija y pasamos unos años muy felices.

Al cabo de unos años regresamos al pueblo con mis padres. Con 40 años a mi marido le entró una enfermedad que lo dejó un tiempo sin poder hacer nada, menos mal que por suerte poco a poco se fue recuperando. 

Cuando mejor estábamos yo tropecé con la primera piedra de mi camino. Un 25 de agosto del 2011 me dio un ICTUS, fue más el susto que la gravedad ya que apenas me quedaron secuelas. Pasaron algunos años en los que yo me encontraba bien, apenas necesitaba ayuda, sólo para hacer las comidas a lo que mi marido me ayudaba. Así pasó el tiempo, tranquilo y agradable.

Todo iba bien hasta una tarde del 18 de septiembre del 2015, ahí el camino de rosas se volvió de espinas. Esa tarde salí prácticamente muerta de mi casa, me había dado un ictus hemorrágico tan fuerte que me había reventado una arteria de mi cabeza y mi cerebro se había inundado de sangre. Lo que relato ahora es porque me lo han ido contando, ya que yo estuve 20 días en el hospital de Córdoba en coma. Los médicos no podían hacer nada por mí, me quedé en las manos de Dios. Al cabo de esos 20 días comencé a mover algún dedo, mi familia se puso muy contenta porque empecé a reaccionar. Sin embargo, los médicos seguían sin darles esperanza, decían que tenía muy pocas probabilidades de vivir así que ellos pasaron cerca de un mes fatal, yo no me enteré de nada. 

Cuando por fin mejoré, me subieron a planta y a los pocos días me trasladaron a Pozoblanco. A los 15 días me dieron el alta. Yo no sabía dónde me encontraba y a nivel físico no podía ni mantener la cabeza derecha. De día me levantaban a la silla de ruedas y de noche precisaba de barandilla para no caerme de la cama. En el hospital no había opción de rehabilitación hasta pasados tres meses. Mi marido y mi hija empezaron a hacer gestiones hasta que encontraron dónde me podían atender, en PRODE, y qué acierto tuvieron. En el centro de día de Pozoblanco  no pudo ser porque estaba completo pero sí en el de Hinojosa. Aunque nos pillaba bastante lejos empezamos a ir, en un principio teníamos que usar el transporte adaptado de PRODE, porque tenía que ir en silla de ruedas. Allí nos recibieron con los brazos abiertos y al cabo de un mes ya podía caminar un poquito, lo suficiente para que mi marido me pudiera llevar y traer en su coche. La estancia allí fue muy buena pero al cabo de 8 meses abrieron el centro de día de Dos Torres y por cercanía nos vinimos. Aquí llevamos más de dos años y la experiencia es estupenda, cosa por la que yo lo recomiendo a personas que se encuentren en circunstancias parecidas a las mías. Que no duden, aquí entre todos le haremos la vida mucho más agradable. Cuando lleves aquí una semana, ya no te querrás ir.

A día de hoy dependo las 24 horas de mi marido, para caminar necesito a una persona constantemente a mi lado por falta de estabilidad, tengo afectado el lado derecho y también el habla, me cuesta expresarme y que me entiendan. A pesar de todo soy feliz, nos encontramos los dos muy unidos. En estas situaciones hay que ser fuerte y muy comprensivo, tanto el enfermo como el cuidador e intentar hacer la vida lo más fácil el uno al otro. 

Espero que la gente que tenga una situación similar a las mía se rodeen de personas tan buenas como mi marido, siempre me hace reír y nunca deja que me venga abajo, porque si hay ángeles él es uno de ellos. Él es mis manos y mis pies. Tenemos muy buena relación con mis hijas, sé que si me hiciera falta no dudarían en venir, pero hoy por cuestiones trabajo se encuentran fuera y desde aquí aprovecho para decirles que las quiero a las dos por igual.

La vida es más bonita cuando nos ayudamos los unos a los otros, y mi camino es mejor porque al final del día ahí está mi marido, para darme una rosa y no una espina

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